Me ha gustado hablar con María, escuchar su acento, mirar sus ojos cuajados de lágrimas a veces. Tengo la sensación de que, por las grietas del presente, gotean aún muchos recuerdos que mezclan una tristeza y una alegría tan hermosas y morales que me enternecen. Su memoria, en ocasiones, deja puntos suspensivos. No importa, porque su apertura narrativa es tan gestual y emotiva que el argumento se sostiene por su propia trascendencia íntima.
En sus palabras hay una prosa que ilumina todo el Bierzo, su tierra, su espacio y el mundo que tuvo que enfrentar desde niña y que ahora, mientras lo describe, vuelve a adentrarse en sus ojos en forma de humedad. Es todo lo que queda.
Nueve hermanos en un mundo de una dureza que, aun queriéndolo endulzar con el recuerdo, esconde un fondo entre la ironía y el sacrificio. A pesar de todo, sonrisas repetidas mientras reordena aquel mundo que ahora me cuenta. Su espacio humano, sus padres, Emilio y Aurora, la luz y el cielo con las noches recién lavadas y las estrellas desplegando sueños sobre su cabeza, la nieve de cada invierno, las pupilas de cristal, las vacas y ovejas, los zuecos y los pies mojados, el camino interminable hasta el colegio, el trigo, el centeno, la parva del grano.
Toda biografía tiene algo de estético y mucho de ético. Esa moral de la necesidad, del dolor y la miseria, siempre mantuvo en María la esperanza de que siempre se puede llegar a un mundo mejor:
“Mis padres, que vivieron en La Habana y Buenos Aires, siempre quisieron que supiéramos leer y escribir para ser más, salir adelante y escapar de la dureza de aquella vida. Eso nos inculcaron siempre a todos.”
Te reconforta revivir los recuerdos de tu casa, de ese escenario de protección imprescindible en tu vida y cargado de imágenes, unas reales, otras imaginadas y otras muchas ya nubladas por el paso del tiempo. Tu casa, María, albergue de tantos momentos.
Te acuerdas de la puerta de madera y de su sonoridad al empujarla, de los olores, la leña quemada, el trigo almacenado, a veces a estiércol y cuadra, pero sobre todo, María, ese aroma a fatiga y trabajo con la que volvíais a casa cada día, casi siempre para ser exactos, cada noche. El perro menudo y quejoso, el relincho de las bestias y una madrugada más de pan untado de grasa para ensartar las fuerzas en la mañana un día más.
No hay nada que le dé más valor al tiempo que el recuerdo de una casa, a pesar de su lejanía. Tu casa era humanidad. Once almas acercándose con toda la dignidad a ese modo de ser, a ese modo de estar.
Es tan difícil ponerle nombre a los sentimientos, ¿verdad, María? Pero desde esta distancia nos da igual a ti y a mí. Tú me hablas de miseria y de niños desnudos, desnutridos, con unos corazones tan rotos que, cuando corrían y jugaban, sonaban a cristal. Pero me hablas también de la esperanza y te emocionas, bajas la mirada mientras acaricias tu frente con la sencillez de unas manos que buscan tiempo, tan sólo un instante para recuperar el aliento y la palabra, y esa mínima parte de vergüenza que surge de ti a pesar de todo.
Yo te veo entre los valles bercianos, con las ovejas de lana desteñida en el invierno, hasta donde me llevas con tus ojos arrasados. De nuevo dueña de ese tiempo, porque tú sabes, María, que por mucho que intentemos tomar distancia de los lugares que ocupamos, la memoria no solo arrastra las palabras, sino todo el patrimonio de nuestros sentimientos.
¡Claro que creciste demasiado deprisa! Cuidar siendo una niña a tu madre enferma y perderla, el duro trabajo en el campo y con los animales, no son sino la frontera de esa identidad que marca el paso de la infancia a la adolescencia y de ahí a una juventud que ahora recuerdas con este relato y que pertenece más a tu corazón que a las palabras que lo traen hasta aquí.
Detalles que fueron ternura y que ahora te abren de nuevo el corazón a toda una vida. Mientras el frío entraba en la piel de cada casa como una cuchilla, como cualquier invierno, vino él: José Carvallo.
Vuestras familias —me dices— se conocían desde hacía tiempo y había una norma no escrita que os había unido sin saberos aún el uno del otro. La impaciencia matrimonial de la época, la inquietud ante el hombre de pronto se despliega en tu vida, navegar hacia ese destino que a veces se convertía en obligación. Todo era incierto.
Pero vino él y, según me dices, se convirtió en ti y tú en él.
“Éramos uno solo, éramos uno solo” —me dices.
“A veces la realidad necesita de la imaginación”, pareces decirme también.
Así entró el hombre y luego el amor en tu existencia. Luego, el trabajo duro y ese amor se convirtieron en los yacimientos de toda una vida. Me dices que mereció la pena esperar esos besos que nunca se dieron antes del casamiento.
Fue un verano en que os quemaba el cielo y el trigo, cuando os acercasteis al mar y se abrieron en sus espumas otros sueños diferentes. De pronto, la ciudad: A Coruña, que todavía recuerdas con ese fragmento de mar que se escapa de tu sonrisa.
Él, trabajando duro en la construcción; tú, incansable y con las manos endurecidas por toda una vida en todos aquellos trabajos que iban llegando sin descanso. María, a veces, al escucharte, me encadeno a tu acento entre berciano y gallego, buscándote en cada sílaba que pronuncias, porque, en el fondo de todo, te siento detrás de cada palabra y de cada gesto que tus ojos pronuncian. Y cuando se hace el silencio, nos sobrecoge a los dos.
Me dices que te sentiste feliz de conocer, como dice Neruda, “gente honrada que luchaba por la honradez común, es decir, por la justicia”. Pero también que viviste la tristeza de la maldad y la envidia persistente e invencible (solo en apariencia) en personas que intentaron quebrar vuestro amor y vaciar toda esa vida en común que os hizo uno.
Luego regresas con tu sonrisa más brillante que nunca y me hablas de Manuel, tu hijo. Tocas su pelo desde aquí, su piel de seda infantil que huele a chimenea, y sientes ese amago de humanidad infinita que sólo una madre es capaz de sentir.
Y a partir de ahí, de cómo todos los esfuerzos de cada día pasaban por él, por su marcha a Villafranca del Bierzo, a León. Me hablas de cómo, mientras él iba destripando el mundo, abriendo sus caminos, vosotros, “uno”, trabajasteis como siempre. No, más que siempre. Por él y porque erais así.
Me dices una y otra vez que siempre lo fuisteis:
“Mi hijo Manuel es ingeniero agrónomo”.
¡Cuánto orgullo en esa voz!
Y un día, no recuerdas cuándo, aunque sí por qué, llegasteis a Murcia. Al calor de la ciudad y de vuestro hijo, de su nuevo destino profesional. De su nueva vida, de su mujer e hijos —el de Murcia y el de Barcelona—.
“Muy buenos chicos y muy trabajadores”, me dices, y sollozas de nuevo. Y tal vez por eso la memoria se detiene.
La memoria se detiene. No recuerdas algunas cosas o no quieres recordarlas. Sucede que a veces nos cansamos, me dices, y ya la edad no disimula que las fuerzas se descomponen hasta en esa cabeza gris y blanca que te señalas con el índice. Da igual.
Sabes que José se fue no hace mucho —tres años, creo, dices—. Pero sabes que te espera, ahí donde siempre habéis estado. Mientras nos traes cada día tu alegría a este lugar que ya es tan tuyo. Entras y sales de MIMO con ese caudal de vitalidad que a todos nos cuesta entender por la edad que nos dices tener y que tanto nos cuesta creer aún.
María es desbordantemente humana. Esta historia forma parte de un libro de la memoria, de todas las memorias e historias que han pasado por la vida de nuestros queridos mayores.
María me habla de sufrimientos y dureza, de una vida a veces triste, pero la suma de sus alegrías es infinitamente más grande que todo lo demás. No puedo agradecer tanto sentimiento derramado en la tinta de mi pluma.
Pero, a partir de este instante, en que sobran ya las palabras, me encantaría que nadie olvidase a María Frey, aunque sea desde estos breves recuerdos narrados con ese acento tan leonés que se escapa de su hermosa y ancha sonrisa.