Centro de Día MIMO para personas mayores

C. Marinero Juan Vizcaino, 36, 30007, Murcia

María Carlota Raparaz Asensio. TITA.

Hola Tita, buenas noches. He querido entregarte esta simple disculpa antes de devolverte, envuelta en palabras, esa porción de tu vida que tan serenamente me regalaste, hace ya un tiempo. He de decirte Tita, que nunca me costó tanto escribir algo. He intentado comprender por qué y me he dado cuenta de que eres tú quien lo hace difícil. Tú que eres la mirada serena del centro y la sonrisa inteligente. A veces te miro y creo que en el interior de la persona que veo, se oculta una inmensidad emocional, incapaz de expresarse porque tu cuerpo un día decidió rebelarse y silenciarte en cierto modo.

La distancia entre mis palabras y tú me resulta tan grande que la timidez y el temor de faltarle al respeto a la memoria de tanta vida, me han tenido muchas veces delante del teclado incapaz de escribir una sola palabra. A riesgo de caer al precipicio, he intentado recuperar algunas cosas de las que pude rescatar después de tantos intentos. Espero que disculpes que haya pasado el tiempo. Pero a veces escribir sobre alguien requiere ser justos con esa persona, intentar acceder a su relato de vida y vivirlo a través de la imaginación junto a ella. Sentir, en pequeñas dosis, lo sentido y una vez, exhalado, buscar las palabras más cercanas y descriptivas posibles.

Espero que lo que he escrito, te permita recrear emocionalmente algunos momentos y etapas de tu vida, que las cosas que dijiste no se pierdan en un relato anodino, más allá de cualquier otra pretensión. Gracias por tu paciencia y por ser esa gran mujer que me había dejado sin palabras hasta hoy (¨literalmente¨).

María Carlota Raparaz Asensio. TITA.

Existen miradas que jamás te dejan indiferente. Tal vez sea porque se expresan y comunican de una manera inmediata. A mí me ocurrió con Tita la primera vez que nos cruzamos en el pasillo del centro de día. Esa primera vez, detrás de esa inmovilidad casi escultórica, pude adivinar su extraordinaria personalidad y el trazado de un hermoso camino de vida. El tiempo es una herida, dicen. Pero tengo la sensación de que Tita vive acompasada con ese tiempo para que no duela. Para que no vaya ni muy rápido ni muy lento. Aún le quedan cosas por hacer, las que ella decida. He tardado en comprender que éste es el tiempo de vivir, el único. El presente hecho a golpes de pasado y con un futuro que aún no ha llegado pero que huele nuestro aliento en su nuca hasta hacerse presente. Pero si he llegado a saberlo es porque personas como Tita me lo enseñan a diario.

A vivir se aprende viviendo, parece decirme Tita con su manera especial de explicar las cosas.

Un espíritu inmune al desaliento.

Sentados frente a frente, Tita me mira esperando tal vez un gesto para comenzar y entonces las palabras se descuelgan de sus labios y me traen una torrentera de sensaciones que me doblegan a veces. Dos formas de contar una vida: desde la profundidad de su mirada y desde la absoluta serenidad y la cadencia al hablar. Por eso los tiempos de su relato se convierten en melodías y entonces, la niñez, la infancia y la juventud resuenan de una manera diferente en su historia, iluminando todos esos momentos que dibujan los contornos felices de su expresión.

Tita transmite serenidad, equilibrio y motivos para escuchar el curso de una vida entera. La miro y el universo del cuarto donde nos encontramos, se contrae y se convierte en el mínimo espacio de dos sillas y una mesa entre ambos. Ella busca en sus recuerdos las sonrisas de toda una vida, pero también los ojos que la miraron, los labios que la nombraron, los aromas que conoció y los sentimientos que la hicieron crecer.

Por su forma de contar las cosas, parece que aún permanece allí, en todos los lugares, con todos sus momentos, bajo la luz de muchas lunas, contemplando en San Rafael las siluetas de todos los demás niños antes de que el verano se deslizase hasta los últimos días de agosto, antes de que Tita regresase a Lima. De pronto me doy cuenta de que sus recuerdos sintonizan con una infancia feliz e inquieta, entre lo que para muchos era el confín del mundo y para ella, simplemente su casa. Intento imaginar su rostro de niña, jugando con la tortuga gigante, entre las flores raras de un jardín bonito y una mañana espléndida. Lo consigo. Porque ella, además de hablar y contarme, me mira a través de sus recuerdos y lo convierte todo en paisajes y lugares de su infancia, en lazos imaginarios que unen juventud y madurez, en rostros que aún perduran en su memoria. Sus palabras nacen de un fondo común de momentos felices, vividos con Pepe, Cristina, Tito, Maca y Luis, sus hermanos, pero también con sus primos y tantos otros. Una infancia ambulante entre el Pacífico, Los Andes, San Rafael en Segovia y las visitas a su abuelo, general republicano exiliado en Nueva York. Doce años saltando el charco, en varias direcciones, para comenzar una vida diferente, en una casa grande y hermosa en Madrid.

Cuenta Tita que su infancia fue feliz, que los valores de su familia se fueron pespunteando en su forma de entender las cosas, la vida y ese mundo tan grande que ella había conocido en su infancia, hasta hacerlo felizmente habitable. Mira desde aquí al pasado y recoge sus momentos, los que ella elige. Es como si hiciera una arqueología de su memoria, de sus sonrisas y miedos, de su educación, sin prisas, sin lamentarse de nada. Tita hace su collage de imágenes, lugares y sentimientos, como una labor tranquila. Me dice que Madrid marca su adolescencia y su juventud y que la vida le permite romper con un pedazo de la tradición domesticada de las chicas de su edad. Ella pudo estudiar, abrir los ojos e inventar una vida diferente a la de otras muchas mujeres de aquella España que se asentaba en unos cimientos estrechos y coloreados por un franquismo que se asomaba a los hogares desde el blanco y negro de las televisiones y la farándula radiofónica.

La muerte de su padre, con apenas quince años, reordenó una parte importante de su mundo. Su madre abrió un despacho de quinielas en ese Madrid castizo que aun olía a fábrica de patatas y churros, en la plaza de Quevedo, cerca de los Canales de Isabel II. Y poco a poco el mundo de Tita se iba dibujando en tonos pastel. Hay vidas que se viven en paralelo. Espacios vitales que casi nunca se tocan. Se limitan a crecer y a avanzar como ríos de lava hasta que, en un punto común, en el lugar previsto por el destino, se juntan y ya nunca vuelven a separarse. Así llegó Manolo a su vida, desde un valle espiritual que quizá no era su lugar. El caso es que, con diecinueve años y muchos sueños por delante, Tita y Manuel decidieron que la vida sería más hermosa si la caminaban juntos.

Ya somos dos, ya somos uno

Hay momentos en los relatos de vida que marcan un hito, momentos en los que se produce el gran hallazgo en nuestra arqueología de las emociones. Es el capítulo que da sentido a casi todo lo vivido y recrea todos los sueños de lo que queda por vivir. En el caso de Tita, hay un eco especial que resuena en todos sus momentos pasados, en casi todos los momentos vividos desde su juventud hasta este instante en que me lo cuenta mirándome desde el alma. Ese momento en el que todo se detiene cuando llega Manolo a su vida. En realidad, ya estaba, me dice. Siempre había estado compartiendo juegos e infancia con sus hermanos, Fernando José y Cristina, en los veranos de San Rafael y ella, como no, de espectadora no autorizada por su edad (en un principio) y por la vocación seminarista y espiritual de Manolo, (más tarde y por un periodo de seis años). Pero al parecer, la verdadera llamada interior estaba en el encuentro con Tita, con sus diecinueve años y con toda una vida por delante y mucho más. Equilibrio, parece decirme Tita, y mucho amor contenido en una vida trenzada para girar en una órbita diferente. De esa vida colgaron otras, dos concretamente. Cuando nació Carlota, o Carla, el mundo proclamaba una hermosa revolución y una parte importante de la sociedad se agitaba por la paz y el amor. Eran años en que el blanco y negro de las pantallas mezclaba las flores con los cascos, las canciones con las balas y los besos con la sangre.

Un momento en que la música sonaba diferente. Era 1968 y todo eso fue dejando paso a una nueva forma de vivir este país. Una década que se cerró con la primavera de la democracia y que comenzó, al menos en la memoria de Tita, con el nacimiento de Mario, en 1970.

Sus primeros años juntos transcurrieron en Becerril de la Sierra. Manolo era estomatólogo, un muy buen dentista, que encontró junto a Tita un tranquilo lugar desde el que proyectar el futuro. El frío, los hijos y una necesidad de crecer y tomarle nuevas medidas a la vida, los llevó a Madrid, al Paseo de las Delicias. Al tridente barroco madrileño, junto a Santa María de la Cabeza y el Paseo de las Acacias. Allí con el vaivén de fondo de la Estación de las Delicias, vivieron cinco años. Tita, cuidando de Carla y Mario por las mañanas. Tita, trabajando junto a Manolo por las tardes. Tita de pronto, al borde del precipicio. La enfermedad y esa parada “técnica” en la vida que nos secuestra de la experiencia de estar vivos, conscientes y con los cinco sentidos puestos en todos y cada uno de los días. Lo llaman técnicamente coma, pero creo que, en el fondo, en ese lugar se esconde otra manera de estar. No lo sé realmente, pero su relato de vida, su historia personal tiene una muesca, mordida con fuerza por la enfermedad, por el estado de coma y por una operación que, finalmente, tuvo un feliz desenlace, además de la participación inesperada de Fofó, la ilusión de un niño y la Medicina.

Con la vida de nuevo abierta y con casi todo el oxígeno intacto, Tita y Manolo se mudaron a Pozuelo de Alarcón, un lugar tranquilo al que ya se le vislumbraban dotes de albergue para muchos madrileños acomodados. Allí la vida de Tita se proyectaba en la cartografía de Pozuelo, Boadilla y Madrid. La de Manolo entre la universidad y su consulta. Recuerda Tita aquellos años con la misma serena expresión, sus tardes de amigos, sus cenas ilustres y sus conversaciones animadas con personas que iban apareciendo en su vida desde escenarios cada vez más anchos. Recuerda Tita, recuerdos que humedecen levemente sus ojos. Todo cambia en su leve expresión, excepto la intensidad de su mirada. Todo lo simplifica de pronto con una anécdota que recuerda con todo el cariño. Adolfo Suarez, por entonces presidente del Gobierno de España, invitó a Manolo y Tita a cenar en el Palacio de la Moncloa para agradecerles el excelente trato que Manolo había dado a su boca.

Así que, de la noche a la mañana, la obra dental de Manolo pudo ser contemplada en las televisiones de medio mundo, modelando la sonrisa de nuestro apuesto presidente mientras discutía cuestiones de estado o daba ruedas de prensa.

Tras un breve paso nuevamente por Madrid, para que Tita y Manolo pudieran atender a dos hermanas de la madre de éste, ya entradas en edad y con necesidad de cuidados esenciales, llegó para ellos el momento de detenerse en un punto de la vida y en un lugar tranquilo: Murcia. Ahí han permanecido desde entonces. Manolo se volcó en prorrogar sus conocimientos, su manera de hacer de la medicina dental un conocimiento práctico para muchas promociones de estudiantes con vocación de dentistas. Al mismo tiempo, la consulta en compañía de Tita y ambos entregados a su manera de entender la familia, de promocionar los afectos y de hacerse mayores. Mario y Carla se casaron en Murcia, con Matoña y Jesús y de ahí, llegaron Mario, Beatriz, Ignacio, Jesús y Laura.

Me encanta escuchar a Tita hablar de todos ellos. Hay pasión de madre, de abuela, de semilla, como se dice en algunas culturas. Pero ella los expresa encarnando los valores, la arquitectura de vida que Manolo y ella diseñaron para toda una vida. Dan igual los desencuentros y los cambios que el hecho de vivir lleva tácitamente tatuado. Dan lo mismo porque creo que para Tita, todo momento y expresión de vida tiene una esencia, tiene un valor de fondo que permanece en las personas, en su manera a acometer la vida y de darse a los demás. De ahí que el trabajo de Mario como intensivista y Coordinador de Trasplantes del Hospital Virgen de la Arrixaca, o el de Carla como internista en un hospital murciano o las carreras de sus nietos, son para ella el compendio de lo que, en esencia, significa el ser humano: amor, entrega, fuerza, amistad, solidaridad y respeto. Todas esas palabras, y otras muchas, están en su manera de ser y de enfrentarse a la vida. Todas esas maneras de expresarse se encierran en su decálogo de principios básicos para existir. Por eso, cuando la vida le obligó por segunda vez a luchar contra la enfermedad, a hacerle frente a la crueldad y el desparpajo con la que se nos presenta a veces, se rehízo para vivir de nuevo siendo ella, a pesar de que una parte de su cuerpo le pidiese una prórroga en silencio.

El narrador de esta breve historia personal no puede estar más agradecido al hecho de que la familia de Tita considerase conveniente que acudiera a un centro de día, a un lugar en el que pasar una parte de su tiempo y, sobre todo, para mantener su imponente arsenal intelectual y humano. En el centro, Tita llena los espacios con asomarse a ellos, porque su presencia, su manera de estar en cada instante, cae a plomo e impresiona. En ese lugar Tita tiene una familia postiza, cuyo corazón lleva cosido un trozo de ella para siempre, un grupo de personas que aprecia su totalidad, su enorme personalidad. Un grupo humano que la quiere y respeta y que cada día respiran de su modo de ser y de estar una gran certeza: es una gran persona.

Al final de cada historia uno siempre busca una palabra con la que cerrar lo contado. Y si esa palabra existe en esta Historia de Tita y puede definir el denominador común de todo lo sentido, como digo, si existe esa palabra, es Manolo. Pocas veces veo acariciar una palabra de esa manera. Con las yemas de los sonidos, con el brillo de los ojos, con la certeza del amor, con la distancia medida siempre en porciones delicadas. Y ahora, cerca de cumplir un año de su muerte, Manolo aparece donde siempre estuvo: en el epicentro de su vida. Dos compañeros de vida con una misma alma.

Quiero darte las gracias Tita, y quiero que sepas la profunda admiración que despiertas en el hacedor de estas palabras. Espero que éstas se sitúen a la atura de lo que pretendían contar. Si es así, cualquier persona que las lea podrá entender que se trata de la Historia de una Gran Vida. De la historia de vida de una gran mujer, de Tita para la familia y los amigos, la historia de la Sra. Dña. CARLOTA REPARAZ ASENSIO, así con mayúsculas.

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