Siempre he sido pastelero. Una parte de mi memoria es harina. La otra es la vida que he vivido y que ahora se amarra a veces a mi presente para no olvidar.
Nací en Granada, la ciudad de la que dijo Machado: “todas las ciudades tienen su encanto, Granada tiene el suyo y el de todas las demás”. Y nací en una familia con hambre. Mi memoria también es hambre, como tantas memorias de la postguerra.
Mi padre era cobrador del tranvía, que era el universo de las idas y venidas de la época (también de los sueños de huida a algún lugar lejano), y yo lo veía marcharse cada día sabiendo lo importante que era su trabajo. Con su gesto aplicado, su porte académico, como si todo su trabajo lo hubiera aprendido en el aula magna de una gran Universidad donde te enseñaban a ser cobrador de tranvías.
Mi madre no era tan luminosa, sí tosca y provinciana, pero con la maternidad volcada en la ternura. Si me saliera una palabra de la boca en este momento, diría que era convencional, pero olía a una madre diferente y cariñosa. Pasó media vida enlutada. Ese negro me asustaba de niño y sólo cuando se destetaba para dar leche de vida a mi hermano, me relajaba su aspecto de madre auténtica, de senos blancos y delicados.
Cuando se fue, yo tenía cinco años, y al verla allí tendida sobre la colcha del ajuar funerario, me di cuenta de que el mirador se quedaría vacío cada domingo después de misa de doce. Que nunca más me cortaría el pelo ni limpiaría mis uñas untadas de tinta con la punta de aquella lima de nácar que, según me contaba, fue la única herencia que recibió de su madre.
Nunca supo contar cuentos, pero yo fingía interesarme por aquellas historias simples y sin ninguna gracia, que a mi hermano mayor parecían entusiasmarle. Cuando ella murió, las cosas pasaron a suceder de manera muy diferente y nuestra soledad empujó a mi padre a buscar otra mujer. Ésta tenía manos menudas, carácter tozudo, pero estaba dispuesta a querernos mientras nos hacíamos hombres, en aquel pequeño hogar de escasos metros cuadrados.
Siempre pensé que aquello era una traición a mi madre, sobre todo el día en que mi padre le entregó el anillo que ella había llevado siempre en su dedo anular y que mi madrastra tuvo que anudarse en un cordón alrededor del cuello, debido al espesor carnal de sus dedos.
A los nueve años tomé la decisión de abrirme camino para aliviar aquella miseria cotidiana y dejar de alimentarnos de lo que comían las bestias: algarrobas.
¡Qué real lo veo todo ahora, cuando te veo escribirlo en ese cuaderno! Entré en una fábrica de caramelos, aún con manos de niño, huesos de niño y un cuerpo escaso. Si no hubiera sido por el olor cotidiano a azúcar y jarabe, mi cuerpo no hubiera aguantado el frío y el peso de aquellos sacos, que parecían desplazarse solos a media altura, movidos por una fuerza invisible que no era otra cosa que mi cuerpo hundido bajo todo aquel peso.
No obstante, había un fondo de alivio en esa inocencia cómplice: cargar sacos de caramelos, ayudar a que la familia progresase y a que mi padre no tuviera que cargar él solo con esa pesada tiranía cotidiana, a pesar de que su vocación no era otra que la de cobrador de tranvía.
A veces el dolor era espantoso por las noches. Oía los huesos ajustarse en cada movimiento de mi cuerpo, y el olor a sudor a veces me impedía dormir.
Así pasaron quince años, con la lentitud imperfecta de jornadas interminables, de manzanas robadas para aguantar y de olores cotidianos.
Debajo de cada saco viajé por pueblos y ciudades desconocidas, intentando adivinar mi porvenir en el azul luminoso de ese cielo de Alhambra y batallas.
De regreso a casa, me gustaba detenerme en aquel escaparate que me retorcía el vientre, esperando el milagro de que uno de aquellos pasteles atravesase el vidrio reforzado como un suceso imposible.
Una tarde, con el rostro hundido en aquel cristal azucarado, un hombre robusto, rubio y peludo, y con unos curiosos zapatos de puntera, me hizo una señal invitándome a entrar en aquel paraíso de placeres estéticos, pero, sobre todo, de sabores líricos a dulce y canela.
Entré sin esperar nada más que una regañina, vencido por mi insolencia, y tardé treinta y seis años en salir de aquel lugar. Allí me hice hombre, pastelero, maestro, trabajador y honrado (el sueño de mi padre, como el de tantos otros padres).
De pronto encontré en mis manos un repertorio de habilidades pasteleras que jamás hubiera imaginado. Cada pastel era una partitura, con sonido y sabores, o un poema escrito con la lentitud de las palabras cómplices con los sabores.
Me hice arquitecto del sabor y escultor de todos los sueños azucarados de Granada.
Cuando mi hijo decidió pasar por la vicaría con una bella mujer de pelo negro y rizado, me pidió el hermoso desafío de hacerle una tarta de boda del Patio de los Leones de la Alhambra.
Hasta el agua caía como si me lo hubiera encargado el mismísimo sultán Muhammad V del Reino nazarí de Granada. Con sus 12 leones de mármol y sus 124 columnas. Mi maestro y yo tardamos una semana en terminar lo que a los moros dedicaron años y años de piedra, mármol y azulejos.
Me casé con 28 años con una mujer que entonces me parecía esculpida por el viento, un “bombón” con un corazón diseñado sin el más mínimo reproche. Maruja era su nombre.
Recuerdo la preñez de nuestro hijo como un monte arbolado de piel blanca. Ellos dos y sus confidencias tumbados en la cama. Yo la miraba cada noche, con las manos envueltas en ese dulce aroma del chocolate y el bizcocho, pensando en la imagen de aquella insignificante figura en el interior de su vientre alzado.
Y llegó el momento de pasear a aquel niño por la vida. Lo hicimos con todo el amor y el esfuerzo que supimos.
Pero la vida derramó tanto dolor en su cuerpo que no pudo soportarlo y decidió envolverse en una niebla diferente, en un lugar ajeno al nuestro. Simplemente se fue para siempre con 28 años y habiendo sido un gran funcionario de la Audiencia.
Nos costó entender ese descanso, esa marcha a destiempo, cambiando el orden normal de las cosas. Pero el amor no es tiempo y está ahí presente para siempre.
“Lo más duro, lo más difícil de asumir por un padre. Te lo juro, Pepe.”
Consagré mi vida al trabajo, ya maestro pastelero, y he vivido de llorar a mi hijo mucho tiempo. La tristeza no nos deja otra salida.
Pero un día regresa una parte de ti y el silencio se vuelve palabra: conversas con tus amigos de siempre, sonríes, ríes y descubres que nunca olvidas pero que estás vivo. Que existe aún un mundo por vivir, donde anudarse a la vida.
Hay un espacio lleno de vida, un lugar donde la vida cuenta y nos cuenta, donde recorro el mundo cada día a pasos cortos (¡levanta esos pies, Pepe!), y donde he encontrado una felicidad aún mayor de la que había vivido hasta ahora.
Estoy en MIMO, mi casa es MIMO.
Sois mi familia y le dais cada día calor y color a mi vida. Todo lo que necesito está en cada una de esas personas que nos cuidan, nos quieren y nos entregan esa ilusión cotidiana que hace que cada fin de semana se haga eterno y los lunes tan lejanos.
Todas las personas que comparten conmigo cada momento, cada actividad, cada sonrisa, creo que son tan felices como yo. A lo mejor alguno no. Pero no importa.
Yo he encontrado, además, un nuevo sueño, una mano y una mirada que me recuerdan que no hay años, sino vida y que la mía se ha encontrado con todos vosotros y, de nuevo, con eso que llaman amor.
GRACIAS, MIMO.